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Manuel Alfonseca Moreno (continuaciòn)., Selección II de trabajos de su autorìa.

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view post Posted on 19/11/2008, 18:10




La fe en Dios a la luz de la ciencia.

Religión y Cultura, Vol. XLVI:215, Oct.-Dic. 2000, pp. 763-781.

Manuel Alfonseca, {[email protected]}

A lo largo de la vida aprendemos muchas cosas, pero no todas de la misma manera. Unas las sabemos por experiencia; otras por razonamiento; las más por autoridad (porque alguien de confianza nos lo ha dicho). Aprendemos a andar por experiencia. Cuando nos enseñan el teorema de Pitágoras, nos explican el razonamiento que lo demuestra. Pero casi todo lo que aprendemos sobre el mundo llega a nosotros a través de la autoridad de otros: los padres, los maestros, los libros, los medios de comunicación...

La existencia de Dios puede conocerse también de estas tres maneras. Para muchos creyentes, la autoridad es el origen fundamental de sus creencias. Para un místico, es objeto de experiencia, al menos mientras la experimenta, pues en cuanto se convierte en cosa del pasado, surgen dudas e incertidumbres, como explica Santa Teresa [1]:

"Representóseme Cristo delante... Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo... Hízome mucho daño no saber yo que era posible ver nada si no era con los ojos del cuerpo y el demonio que me ayudó a que lo creyese así, y hacerme entender que era imposible y que se me había antojado... y otras cosas de esta suerte".

Más adelante, a medida que se acumulan experiencias, la convicción crece hasta hacerse casi inamovible. Pero no es este el objeto de estas páginas: aquí me interesa principalmente la forma de llegar a la existencia de Dios mediante el ejercicio de la razón.

Problemas con los argumentos en favor de la existencia de Dios
Las "demostraciones" filosóficas o "científicas" de la existencia de Dios no son concluyentes. Es fácil encontrarles puntos débiles. Si no los tuvieran, no existiría el ateísmo, porque los ateos especulativos no son tontos ni obcecados. Al menos, muchos no lo son.

Las "pruebas" de la existencia de Dios son antiguas, pero siguen surgiendo otras nuevas, también en el siglo XX, aunque las más modernas suelen tener un aspecto más bien científico que filosófico y no suele ser difícil refutarlas, pues a menudo se basan en un error que salta a la vista.

Por ejemplo, se ha dicho que la existencia de vida en la Tierra se opone al segundo principio de la Termodinámica, universalmente aceptado por la ciencia moderna. De ahí se quiere deducir que la vida es un milagro, cuya aparición exige la intervención directa de un ser transcendente. El error de este argumento es evidente, pues el segundo principio de la Termodinámica sólo se aplica a sistemas cerrados y la vida en la Tierra no lo es, ya que depende de la aportación continua de energía solar.

Un argumento "científico" muy utilizado fue propuesto en 1947 por el biólogo francés Pierre Lecomte du Noüy [2], quien calculó que la probabilidad de formación espontánea de una molécula de proteína por orientación aleatoria de los átomos que la componen es prácticamente nula. Dado que las proteínas existen, para explicar la contradicción habría que recurrir a la acción de algún ser transcendente. Pero este argumento supone que los átomos pueden ligarse entre sí en orientaciones aleatorias, lo que no es cierto, con lo que se exagera en muchos órdenes de magnitud la improbabilidad de que se formen las proteínas. Además, las proteínas que forman parte de los seres vivos son sólo una pequeña parte de las posibles, y nadie ha demostrado que un conjunto completamente diferente no hubiese podido convertirse en soporte de la vida.

Un argumento moderno, desarrollado durante la década de 1940 por C.S. Lewis [3], trata de mostrar que la hipótesis materialista lleva a una contradicción. En forma condensada, dice así: "Si es verdad que nuestros pensamientos son el resultado accidental de los movimientos de los átomos, como sostienen los materialistas, no tenemos razones para creer en la validez de ningún pensamiento, incluidos los de los materialistas. Cuando pensamos racionalmente, decimos que lo hacemos porque las leyes de la lógica nos obligan a ello; el materialista sostiene además que el juego aleatorio de los átomos de nuestras neuronas nos fuerza a pensar así. Pero un mismo fenómeno no puede ser provocado al mismo tiempo por dos causas independientes e incompatibles".

Expresado en forma rigurosa, este argumento es demasiado complicado para discutirlo aquí. Su punto flaco está en que la selección natural podría haber provocado la aparición de seres cuyos procesos mentales se adapten a las leyes universales de la lógica, pues tendrían ventajas para sobrevivir sobre los que no posean esta propiedad. De un modo semejante, la selección natural, actuando sobre la distribución de las bases nitrogenadas en el ADN, puede dar lugar a la aparición de organismos tan complejos como el cuerpo humano.

Tampoco los argumentos filosóficos antiguos están a prueba de crítica a la luz del pensamiento ateo moderno. Veamos, por ejemplo, la "prueba ontológica" de San Anselmo, que se basa en el siguiente silogismo:

El hombre es capaz de imaginar un ser perfecto en todo.
Todo ser que existe es más perfecto que uno que no existe.
Luego ese ser perfecto en todo que podemos imaginar tiene que existir, pues si no existiera no sería perfecto en todo.
El problema no está en el silogismo en sí, que es válido, pues la conclusión es consecuencia de las premisas. El problema está en las premisas, que no son verdades evidentes, especialmente la mayor, por lo que el silogismo no es sólido. ¿Somos realmente capaces de imaginar un ser perfecto en todo? ¿Qué se entiende por imaginar? ¿Hasta qué punto tenemos que definir a ese ser hipotético para poder afirmar que lo imaginamos? Es obvio que no podemos conocer todas sus propiedades, como mucho sólo algunas. ¿Podemos decir que hemos imaginado a un ser al que hemos definido sólo parcialmente?

La premisa menor también presenta problemas. La afirmación de que un ser que existe es más perfecto que otro que no existe parecía evidente para una mentalidad educada en la filosofía de Aristóteles, pero no lo es para el hombre del siglo XX. Algunas corrientes del pensamiento filosófico moderno dudan de ello.

Algunas de las cinco vías de Santo Tomás también tienen puntos flacos. La cuarta, por ejemplo, puede reducirse al siguiente razonamiento:

Los grados de perfección en las cosas se dicen con relación a su máximo.
No se puede establecer relación con algo si este algo no existe.
Luego existe un máximo de todas las cualidades y perfecciones.
La premisa mayor es discutible. Hay contra-ejemplos en las ciencias naturales: decimos de las cosas que están más o menos calientes, no con relación a un máximo, un infinito de calor, sino por simple comparación mutua.

La segunda vía, la más famosa, puede expresarse así:

Todo efecto supone una causa.
No es posible remontarse al infinito en la sucesión de causas.
Luego existe una causa primera.
Este silogismo resultaba evidente para Aristóteles o Santo Tomás de Aquino. Durante la Edad Media e incluso el Renacimiento, a nadie se le habría ocurrido ponerlo en duda, pero a partir de finales del siglo XVIII, las cosas cambiaron y se puso en discusión la premisa menor, aduciendo que la duración del universo puede ser ilimitada. Esta cuestión es fundamental para la cosmología científica, una de las disciplinas más apasionantes de la Física moderna.

Alternativas de la cosmología moderna
Una teoría cosmológica que estuvo muy en boga durante los años cincuenta y sesenta es la del "estado estacionario", original de los astrónomos británicos Fred Hoyle, Hermann Bondi y Thomas Gold, muy divulgada después por el también británico Raymond Lyttleton. De acuerdo con esta teoría, la materia se crea continuamente de forma espontánea, en la proporción exacta para compensar el alejamiento progresivo de las galaxias debido a la expansión del universo, por lo que la densidad media del cosmos permanecería constante. La creación de materia ocurriría a un ritmo inapreciable (un átomo de hidrógeno cada mil años en el volumen de la catedral de San Pablo de Londres) y a veces se la presenta como una propiedad intrínseca de la materia, no como el resultado de la acción creadora de un ser transcendente. Es curioso, sin embargo, que el principal originador de la teoría, Fred Hoyle, se declare vagamente teísta, lo que prueba que esta cosmología no es incompatible con la existencia de un Dios creador.

Una de las razones por las que la teoría del estado estacionario tuvo tanta aceptación en ambientes científicos fue porque, al revés que la teoría alternativa (la de la "gran explosión" o "Big Bang"), no parecía exigir una creación instantánea inexplicable para la ciencia, que el ateísmo científico no puede admitir. En palabras de Raymond Lyttleton:

"Sabemos que hay materia en el universo y que debe haberse originado de alguna manera. Pero si su aparición se atribuye a alguna explosión fundamental no analizable... se excluiría para siempre poder saber algo sobre cómo sucedió. Cuánto más útil es la... teoría [del estado estacionario]; significa que la creación puede estar ocurriendo a nuestro alrededor todo el tiempo; que puede ser una propiedad fundamental del espacio mismo; y si esto es así, el ingenio del hombre podría, más pronto o más tarde, llegar a entenderla... Estas... son las consideraciones estéticas que urgen a los hombres de ciencia a preferir una idea a la otra" [4].

Naturalmente, estas razones "estéticas", como las llama Lyttleton, no tienen base científica y no demuestran nada. Las razones verdaderamente científicas hundieron la teoría del estado estacionario, que perdió todo el apoyo de los especialistas a raíz del descubrimiento por Robert Wilson y Arno Penzias, en 1965, de la radiación cósmica de fondo. Desde entonces, la teoría del "Big Bang" ha reinado sin oposición seria.

Sin embargo, la teoría del "Big Bang" es compatible con dos modelos diferentes del universo, y aún no estamos totalmente seguros de cuál de ellos corresponde a la realidad. El primero es un universo abierto, que tuvo un principio, entró en expansión y continuará en esa situación indefinidamente, hasta alcanzar el estado de muerte térmica a una temperatura muy próxima al cero absoluto. Si el cosmos fuese abierto, la pregunta sobre qué ocurrió antes de su origen no tendría sentido. Para algunos científicos, no habría escapatoria: habría que recurrir a un creador transcendente para explicarlo. La ciencia habría demostrado la existencia de Dios.

Pero el cosmos podría ser cerrado, si su densidad media rebasa cierto valor crítico. En ese caso, la interacción gravitatoria será capaz de detener la expansión del universo, que se contraerá hasta reducirse de nuevo a sus dimensiones iniciales, y la muerte térmica tendrá lugar a una temperatura elevadísima. Al regresar a la situación primitiva, podría producirse un rebote. Es decir: el universo podría ser cíclico. Después de cada contracción vendría una nueva expansión, y así sucesivamente. Tendríamos, a la larga, un universo estacionario, aunque más dinámico que el de la teoría de Bondi y Gold.

También es posible que, si el universo es cerrado, cuando llegue el momento de la contracción se produzca una inversión de la dirección del tiempo, en cuyo caso tendríamos, no ya un universo cíclico, sino simplemente ilimitado en el espacio-tiempo. De nuevo se eludiría el problema del principio y, en este caso, también el del final.

Por razones "estéticas", un cosmólogo ateo o agnóstico prefiere el universo cerrado al abierto. En palabras de Stephen Hawking: "La teoría cuántica gravitatoria ha abierto una nueva posibilidad, en la que no habría límite para el espacio-tiempo y por tanto no habría necesidad de especificar su comportamiento en el límite. No habría singularidades en las que dejaran de actuar las leyes de la ciencia ni un borde del espacio-tiempo en el que uno tuviera que recurrir a Dios o a una nueva ley para fijar las condiciones límite para el espacio-tiempo... El universo sería completamente auto-contenido y no afectado por algo fuera de sí mismo. No sería creado ni destruido. Simplemente sería" [5].

Esta manera de pensar puede llevar a identificar a Dios con el universo, a la manera de Spinoza y de algunas corrientes del budismo. Es en este sentido como deben interpretarse las palabras de Hawking que cierran el libro: "... si descubrimos una teoría completa... todos podremos tomar parte en la discusión de porqué existimos nosotros y el universo. Si encontramos la respuesta a eso, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos la mente de Dios" [6].

También es ésta la postura de Albert Einstein, que rechaza la idea de un Dios personal y lo sustituye por un "sentimiento religioso cósmico", constituido esencialmente por el "deseo profundo de alcanzar la verdad y de comprender las cosas... la fe en la posibilidad de que las normas válidas del mundo de la existencia sean racionales, es decir, comprensibles por medio de la razón" [7]. "Es el sentimiento religioso cósmico lo que proporciona esa fuerza al hombre. Un contemporáneo ha dicho, con sobradas razones, que en estos tiempos materialistas que vivimos la única gente profundamente religiosa son los investigadores científicos serios" [8].

En realidad, utilizar el nombre de Dios para referirse al universo y sus leyes no deja de ser un abuso del lenguaje. Ya sé que las cuestiones terminológicas se prestan a interminables discusiones que no llevan a ningún sitio, pero, en el contexto de estos pensamientos, voy a tomar el término "Dios" excusivamente en su acepción personal, lo cual me lleva, evidentemente, a considerar ateos a Buda, Spinoza, Hawking y Einstein.

He dicho antes que algunos científicos piensan que, si se comprobara que el universo es abierto, la ciencia habría demostrado la existencia de Dios. En realidad, no es así. La inventiva del hombre es lo bastante grande como para que los ateos encuentren argumentos para no creer, cualquiera que sea la teoría cosmológica prevalente.

En los últimos años se han realizado importantes avances en el estudio de la expansión del universo que parecen demostrar que se está acelerando. La cuestión es complicada, pues obliga a resucitar la constante cosmológica, inicialmente introducida por Einstein en su teoría de la Relatividad General y repudiada después por él. Esta constante introduce un nuevo grado de libertad y permite distintas combinaciones de universos abiertos y cerrados con expansiones aceleradas o decrecientes. Teniendo en cuenta todos los datos existentes, la densidad media equivalente resulta sospechosamente próxima al valor crítico, hasta el punto de que ya comienza a aceptarse que su valor es precisamente ése, lo que supondría que el universo es abierto.

Pues bien, a pesar de ello, los ateos no han dejado de serlo. Se afirma ahora que la aparición espontánea de universos por la acción de fluctuaciones cuánticas a gran escala podría ser una propiedad intrínseca de no se sabe qué (de "la nada", dicen algunos). Esta teoría niega también la validez del silogismo asociado a la segunda vía de Santo Tomás, pero en este caso se discute la premisa mayor: "todo efecto supone una causa", porque la Mecánica Cuántica no precisa del principio de causalidad cuando las magnitudes afectadas tienen un valor tan pequeño que entra en acción el Principio de Incertidumbre.

El gran argumento moderno en favor de la existencia de Dios
La quinta vía, el argumento del diseño, que recurre al orden y la complejidad de las cosas (como en la versión de Robert Boyle y William Paley, que compara el universo con un reloj), sufrió como consecuencia del descubrimiento de la evolución biológica, que utiliza variaciones aleatorias para producir seres y órganos que parecen cuidadosamente diseñados. Sin embargo, hoy ha resucitado en forma un poco diferente y se basa en la sorprendente adaptación de las leyes físicas para la existencia de la vida (lo que a veces se llama "el principio antrópico").

Es un hecho, aceptado por igual por científicos creyentes [9], agnósticos [10] y ateos [11], que el universo parece singularmente ajustado para que sea posible la aparición de la vida. Algunos de los ajustes son realmente críticos. Como indica Martin Rees, sabemos que la eficiencia de los procesos de fusión nuclear que genera la energía del sol es aproximadamente igual a 0,007. Cuando cuatro núcleos de hidrógeno se fusionan para formar un núcleo de helio, el núcleo resultante tiene una masa igual al 99,3 por ciento de la suma de las masas de los núcleos de hidrógeno originales. El resto de la masa (el 0,7 por ciento) se transforma en energía. Pues bien: si el rendimiento hubiese sido un poco más pequeño (0,006 o menor) uno de los pasos intermedios de la reacción nuclear (la unión de dos núcleos de hidrógeno para formar uno de deuterio) no sería factible, pues el deuterio sería inestable. El universo estaría compuesto exclusivamente de hidrógeno, las estrellas no existirían y la vida sería imposible. En cambio, si el rendimiento hubiese sido un poco más grande (0,008 o mayor) todo el hidrógeno se habría transformado en helio durante el Big Bang. Sin hidrógeno no habría estrellas como el sol, ni agua, ni por tanto vida.

El ejemplo aducido no es único. Hay muchos más: la intensidad relativa de las cuatro interacciones fundamentales (gravitatoria, electromagnética y las dos nucleares); la tasa de expansión del universo (ya se ha mencionado que la densidad media del cosmos parece estar sospechosamente próxima al punto crítico); las propiedades únicas del agua, que parece diseñada ex-profeso para servir de soporte de la vida; la energía de enlace del átomo de carbono, que hace posible la existencia de un número inmenso de sustancias orgánicas...

Como consecuencia de los últimos avances de la Cosmología y las ciencias Físico-Químicas, y por primera vez desde hace varios siglos, el ateísmo ha pasado a la defensiva. Durante los siglos XVIII y XIX los creyentes tuvieron que ir cediendo terreno, a medida que los nuevos avances científicos obligaban a aceptar que la Tierra no es el centro del universo y que el cuerpo humano es el resultado de una larga y compleja evolución biológica. Sin embargo, desde la mitad del siglo XX, la marea ha cambiado de dirección. Los ateos se han visto reducidos a renunciar a la teoría del universo estacionario y aceptar el Big Bang, y ahora parece que tendrán que renunciar también al cosmos cerrado, en el que habían buscado refugio.

Los creyentes, en cambio, no lo tienen difícil, pues la existencia de un Dios creador es compatible con todas las teorías cosmológicas: el universo abierto y cerrado, y el del estado estacionario. Por eso me parece un error la postura de algunos creyentes bien intencionados, que se declaran partidarios de la teoría del "Big Bang" y del cosmos abierto por motivos sentimentales, sin verdaderas razones científicas. Es muy peligroso que los creyentes se liguen con una teoría cosmológica. Si resulta no ser exacta (y todas las teorías científicas son provisionales), su fe se pondrá a prueba innecesariamente, y en todo caso proporcionarían argumentos a los ateos, que en realidad no tendrían peso racional, pero todos sabemos, por desgracia, qué poco se utiliza la razón para formar la opinión pública.

Argumentos contra la existencia de Dios
Los ateos especulativos también tienen sus argumentos contra la existencia de Dios. Algunos de ellos, aunque supuestamente se apoyan en razonamientos científicos, en el fondo sólo demuestran la ignorancia científica de quien los emplea. Veámoslos todos en forma simplificada:

"La ciencia ha demostrado que lo sobrenatural no existe. Todo lo que ocurre en el universo está sometido a las leyes que ya conocemos o que podamos descubrir en el futuro".
Hay un error importante en la primera frase de este argumento: la ciencia jamás podrá demostrar la inexistencia física de algo. El método científico más utilizado en las ciencias de la naturaleza (la inducción imperfecta o, como prefiere Popper, la deducción a partir de hipótesis contrastables con los hechos [12]) difiere de su equivalente matemático porque las "leyes" obtenidas de su aplicación nunca alcanzan certidumbre absoluta. La plausibilidad de la realidad de esas "leyes" (como la de la gravitación universal) puede acercarse a la certeza tanto como se quiera, pero sin llegar jamás a alcanzarla. De hecho, uno de los principios fundamentales del método científico es la precariedad permanente de las teorías, que siempre están sujetas a modificación si se descubre algún hecho que las contradice.

La segunda frase, sin embargo, puede aceptarse, porque constituye una declaración de "materialismo metodológico", una de las componentes esenciales del método científico. En efecto, cuando realizamos un experimento en el laboratorio, actuamos bajo la hipótesis de que todos los fenómenos que se van a producir en el experimento tienen origen natural, que lo sobrenatural, aunque exista, no va a interferir en ellos. Sin esta hipótesis, la experimentación no tendría sentido, pues la intervención arbitraria de fuerzas sobrenaturales haría imposible predecir o reproducir los resultados del experimento. Pero no debemos confundir el materialismo metodológico con el "materialismo filosófico", es decir, la afirmación tajante de que lo sobrenatural no existe. Por otra parte, ni uno ni otro han sido "demostrados" por la ciencia. El materialismo metodológico es un postulado del método científico, necesario para el funcionamiento normal de la investigación. El filosófico está fuera de la ciencia y, como su nombre indica, pertenece a la Metafísica.

"La teoría de la evolución ha demostrado que la aparición de la vida es un epifenómeno, la del hombre un fenómeno contingente. La evolución es un proceso casual, aleatorio, sin dirección ni propósito. Por tanto, no hay un Dios detrás del universo, no hay objetivo, meta ni creación. La evolución no tiene causas finales, sólo eficientes".
De nuevo se mezclan aquí afirmaciones científicas y metafísicas. Es evidente que la evolución se basa en procesos aleatorios, como la selección natural por la supervivencia estadística de los más aptos. Es cada vez más claro que el camino seguido por la evolución de la vida en la Tierra está lleno de contingencias, como la desaparición de los dinosaurios a consecuencia del impacto de un cometa o asteroide, hace 65 millones de años. Sin ella, la proliferación explosiva de los mamíferos, que dio lugar a la aparición del hombre, no habría ocurrido. Somos contingentes, es cierto. Pero ¿es que alguien lo dudaba? Es un hecho reconocido desde la antigüedad, al que acude la tercera vía de Santo Tomás para probar la existencia de Dios, y que se aplica también a la existencia personal de cada uno de nosotros, fruto de innumerables casualidades. Pero esto, ¿en qué disminuye el poder de Dios? El concepto de "providencia", que no es otra cosa que la utilización por Dios de la contingencia natural para obtener sus fines, es antiquísimo.

Cada vez se utilizan más en Informática procesos de cálculo que se basan en el uso de procedimientos aleatorios para obtener resultados concretos preestablecidos. Los algoritmos genéticos y otros, que emulan la actuación de la evolución biológica, echan por tierra el argumento. Yo mismo he realizado experimentos de "vida artificial", generando aleatoriamente "organismos" simulados dentro de un ordenador y haciéndolos evolucionar para ver que ocurre. Supongamos (por inimaginable que parezca ahora) que mis experimentos terminaran produciendo seres conscientes, capaces de pensar (inteligencia artificial). Algún día, aplicando este argumento de los ateos, ellos podrían llegar a la conclusión de que yo no existo y que el algoritmo que les ha generado no puede tener ninguna finalidad externa. Dado que tengo la fuerte sospecha de que sí existo, el argumento debe fallar por algún sitio, y por tanto no es aplicable para demostrar la inexistencia de Dios.

Pienso que el universo entero puede ser algo parecido a uno de estos experimentos, un algoritmo genético a gran escala en el que Dios ha utilizado la evolución y la selección natural para obtener seres inteligentes aplicando el azar. ¿Por qué negarle a Dios la posibilidad de hacer lo mismo que nosotros hacemos?

"El principio de la parsimonia (también llamado de la Navaja de Occam) es una de las armas más potentes y eficaces de la ciencia. Este principio nos dice que "non sunt multiplicanda entia praeter necessitatem", es decir, aconseja reducir al mínimo el número de causas, objetos o entes a los que tenemos que recurrir para explicar un fenómeno. Pues bien: ¿por qué recurrir a un Dios creador para explicar el origen del universo, por qué introducir un ente innecesario, si es más fácil afirmar que el universo apareció sin causa alguna, espontáneamente?".
El problema, en este caso, es explicar esa aparición espontánea. ¿En virtud de qué tuvo lugar? No podemos recurrir a las leyes del universo, las únicas que podemos descubrir, porque sólo se aplican dentro de él y, por consiguiente, aparecieron con él. Como no podemos realizar experimentos sobre la creación de universos, nunca podremos saber nada al respecto. Es muy fácil decir que no nos importa, que basta aceptar que ocurre así. Pero esto equivale a negarnos a resolver el problema de los orígenes. En realidad, no se nos ofrece una explicación más parsimoniosa que la creación por parte de Dios, sino que se nos pide un acto de fe: la negación de Dios como postulado previo.

Por otra parte, cuando se admitía la teoría del estado estacionario, podía afirmarse que el universo ha existido siempre tal y como hoy lo vemos, eludiendo así el problema de la creación (aunque en realidad no se hace otra cosa que sustituirlo por el problema del tiempo infinito). Pero ahora que parece que el universo tuvo un principio, la cosa se complica. Como ya he dicho, los cosmólogos modernos comienzan a afirmar que el universo apareció espontáneamente en el vacío. Obviamente, si eso es cierto, podría haber, no uno, sino muchísimos universos (quizá infinitos).

Precisamente se utiliza esta hipótesis para oponerse a la versión moderna del argumento del diseño. Es cierto que las leyes del universo parecen especialmente diseñadas para hacer posible la existencia de la vida, pero si existen infinitos universos, cada uno con leyes distintas, la vida podría haber aparecido únicamente en uno o en unos pocos, precisamente en aquéllos cuyas leyes la hacen posible. Obviamente, nosotros sólo podemos existir en uno de esos universos. Nuestra existencia volvería a ser consecuencia de la casualidad, no del diseño.

Pero entonces el principio de la parsimonia viene a actuar en favor de la existencia de Dios, pues la hipótesis no opone a un Dios creador y un universo la alternativa de un universo sin Dios, sino la de infinitos universos [10]. Son los ateos, no los creyentes, lo que recurren a una proliferación innecesaria de entes, cuya existencia, además, es imposible probar.

Para responder a la crítica anterior, Martin Rees [11] aduce que la Navaja de Occam puede no ser aplicable a la escala de la creación de universos. Con todos los respetos, creo que es una muestra de falta de honradez científica aducir un argumento en favor de nuestras teorías y rechazarlo a priori cuando descubrimos que, después de todo, se opone a ellas. Esto y no otra cosa es lo que están haciendo ahora los ateos a este respecto.

Por otra parte, tengo la sensación de que la Física moderna, en su especialidad cosmológica, está abandonando el método científico y transformándose aceleradamente en Metafísica. Muchos de los artículos que hoy se publican sobre estas cuestiones se limitan a presentar teorías imposibles de comprobar o de falsar, que a menudo se reducen a pura lucubración sin base.

En Cosmología, la última predicción comprobada, que dio lugar a la aceptación generalizada de la teoría del "Big Bang", fue la existencia de la radiación cósmica de fondo. Desde entonces han surgido muchas teorías nuevas: las supercuerdas, el universo con diez dimensiones, los agujeros de gusano, la posibilidad de realizar viajes en el tiempo a través de un agujero negro... Ninguna de ellas puede comprobarse experimentalmente: son construcciones matemáticas basadas en el vacío. Es sorprendente que algunos científicos que desprecian la Filosofía caigan en los mismos métodos y razonamientos que tan enfáticamente fustigan.

"La ciencia avanza continuamente. Algún día llegaremos a saberlo todo sobre el universo, cómo surgió y por qué. Entonces no necesitaremos a Dios".
Es cierto que la ciencia avanza, aunque no continuamente, pero su carrera no tendrá fin. Un ejemplo aclarará por qué: a principios del siglo XIX, John Dalton formuló la teoría atómica, que explicaba muchos de los fenómenos descubiertos por los químicos del XVIII, pero introdujo un nuevo problema: la existencia de los átomos y el número de los elementos. Un siglo después, la teoría de Rutherford explicó los átomos en función de partículas aún más pequeñas (protones y electrones) pero dio paso al problema de la proliferación de partículas elementales y la razón de su existencia. En la década de los sesenta, Murray Gell-Mann lo resolvió con la teoría de los quarks, pero éstos y los leptones aún requieren explicación. En resumen: cada nuevo nivel de avance de la ciencia explica el nivel anterior, pero se limita a describir el nuevo. Siempre habrá un nivel último que no tiene explicación, sólo puede describirse. Jamás lo sabremos todo.

"Es evidente que hay mucho mal en el mundo. Si Dios existiera, sería infinitamente bueno, luego no podría haber creado un mundo tan malo. Por lo tanto, Dios no existe".
El problema del mal es tan antiguo como el hombre. Ya se utilizó como argumento mucho antes del auge de la ciencia moderna. En realidad, no se trata de un argumento científico, sino moral. Existen varios intentos de respuesta, propuestos por las grandes religiones, por los filósofos. En otro lugar he mencionado algunos. Hay quien se limita a llegar a la conclusión de que hay cosas que no sabemos, que nunca podremos comprender. El problema del mal seguirá indudablemente abierto hasta el fin de la humanidad y, quizá, del universo entero.

Pero hay que distinguir claramente entre dos tipos de mal bien distintos: el físico y el moral. La existencia del último no debería ser problema: el mal moral era necesario si Dios quería un mundo poblado por seres libres, no por autómatas. Es un dilema que los padres conocemos bien: si educas a tu hijo para ser libre, corres el riesgo de que decida hacer lo contrario de lo que tú quieres, quizás algo que sea perjudicial para él. Bajo esta luz, la versión de este argumento que dice: "Los horrores de Auschwitz demuestran que Dios no existe" es puro sentimentalismo, no un ejercicio mesurado de la razón. A menos que, al mismo tiempo que la existencia de Dios, se niegue también la libertad del hombre, cosa que algunos ateos hacen, aunque luego se contradicen, pues actúan y juzgan a los demás como si fuesen libres. Pero el problema de la voluntad libre, como diría Kipling, es otra historia.

En uno de sus cuentos de ciencia-ficción ("The star"), Arthur C. Clarke hace perder la fe al protagonista, un jesuita-astronauta, porque descubre que la estrella de Belén fue una supernova que, al hacer explosión, destruyó un mundo habitado por una civilización inteligente. Es el argumento del problema del mal con apariencia futurista, pero no se entiende por qué el jesuita del cuento tenía que perder la fe porque un accidente natural hubiera matado a unos cuantos miles de millones de personas, si no la había perdido ya porque un volcán o un gran terremoto haya hecho lo mismo con medio millón. Una simple diferencia cuantitativa no modifica la fuerza del argumento. La relación con la estrella de Belén añade una componente sentimental que no debería afectar a un argumento racional. En el fondo, los seres humanos nos dejamos llevar por el sentimiento tanto o más que por la razón, aunque tratamos de disfrazarlo, procurando dar apariencia racional a lo que no tiene de razón más que el nombre.

La existencia de Dios como postulado
La ciencia no conseguirá nunca demostrar la existencia o la inexistencia de Dios. Ésta era también la opinión de Einstein: "No hay duda de que la ciencia no refutará nunca, en el sentido auténtico, la doctrina de un Dios personal..." [13]. Tampoco creo que se llegue a ello mediante pruebas filosóficas.

La Iglesia Católica no ha tomado nunca una postura tajante respecto a las pruebas de la existencia de Dios, ninguna de las cuales es artículo de fe ni está oficialmente admitida como válida. Lo que afirma la Iglesia es que se puede llegar a Dios por la razón, pero no se habla para nada de pruebas o de silogismos. La razón es un concepto más amplio. El razonamiento deductivo no es la única base del conocimiento: también existen el inductivo y el abductivo, que desempeñan un papel fundamental en el método científico.

Ya que no en pruebas, ¿en qué puede apoyarse un hombre de ciencia para creer en Dios? En las cuestiones científicas no demostradas, la única postura razonable es la duda. Es opinión común en algunos entornos que, en relación con la existencia de Dios, un científico debe ser agnóstico.

Pero ¿acaso la existencia de Dios es una cuestión científica? ¿Cómo puede serlo, si acabamos de afirmar que la ciencia no conseguirá resolverla? ¿Qué se hace, en el método científico, cuando hay que enfrentarse con una cuestión indemostrable?

La respuesta es sencilla: se eleva esa cuestión a la categoría de "postulado", es decir, de hipótesis no demostrada, pero afirmada, que sirve de punto de partida para la aplicación de razonamientos y permite construir una imagen global del mundo. A continuación, se compara esa imagen con la que nos presenta la experiencia. Si existen importantes discrepancias, es preciso renunciar al postulado propuesto y sustituirlo por otro diferente. Si la imagen obtenida es coherente y se adapta a la experiencia, el postulado sale fortalecido, aunque nunca quedará definitivamente demostrado.

Un ejemplo típico es el quinto postulado de Euclides, que afirma, en esencia, que "por un punto exterior a una recta sólo pasa una paralela a ella", lo que corresponde a un universo geométricamente plano. Esta forma de enunciarlo no es la más utilizada en Matemáticas, pero la empleo aquí porque se deduce fácilmente del postulado, es más simple y es también la forma más conocida para el público. El postulado se consideró evidente (pero no se logró demostrarlo) durante más de dos mil años. A partir del siglo XIX, se propusieron otras dos posibilidades, cada una de las cuales da lugar a un universo geométricamente diferente: "Por un punto exterior a una recta pasa más de una paralela a ella" (universo hiperbólico, de Lobachevsky, Bolyai y Gauss) y "Por un punto exterior a una recta no pasa ninguna paralela a ella" (universo elíptico de Riemann). Esta última versión proporciona una geometría útil para la superficie esférica y parece adaptarse más a la teoría de la Relatividad General.

Respecto a la existencia de Dios, sólo hay dos alternativas: afirmarla o negarla. En cierto modo, ésta es la postura de Kant, que eleva la existencia de Dios a la categoría de postulado, aunque la justifica racionalmente mediante el siguiente argumento simplificado: "La existencia de una ley moral natural en nuestra conciencia implica la del bien absoluto, que es su objeto. Por otra parte, la experiencia demuestra que es imposible cumplir perfectamente la ley natural en esta vida, y por tanto alcanzar el bien absoluto en ella. La única salida a la contradicción del impulso que experimentamos por alcanzar el bien absoluto y la imposibilidad de alcanzarlo, es postular la inmortalidad del alma, que proporcionaría un tiempo ilimitado para perfeccionarse. La existencia de Dios es un postulado previo necesario para dicha inmortalidad" [14].

En la práctica, en relación con esta cuestión, los seres humanos se dividen en tres grupos:

Los que afirman sin demostración, como postulado fundamental, la existencia de Dios (creyentes).
Los que niegan sin demostración, como postulado fundamental, la existencia de Dios (ateos).
Los que ni afirman ni niegan el postulado anterior (agnósticos).
Esta diferencia en un postulado que no podemos tener empacho en calificar de fundamental, dificulta la comprensión entre creyentes y no creyentes (término en el que podemos agrupar a los agnósticos y los ateos). Aunque el entendimiento es posible en un sentido (el creyente puede ponerse en el lugar del ateo, porque no es difícil suponer que ignoramos algo que sabemos), es casi imposible en el otro. Al analizar las acciones del creyente, es frecuente que el ateo y el agnóstico no entiendan nada y las atribuyan a oscuros motivos políticos, económicos, o simplemente egoístas. Les falta un dato fundamental. O quizá no les falta, pero no quieren verlo.

Indicios de la existencia de Dios
En resumen: la existencia de Dios es, en cierto modo, cuestión de fe, no de ciencia o de filosofía. Sin embargo, también es, hasta cierto punto, una cuestión racional.

Creo en Dios, entre otras razones, porque me parece coherente la imagen del universo que se deriva de la afirmación de su existencia como postulado. Me parece más coherente que la imagen correspondiente a su negación. Desde su aparición, el hombre se ha hecho siempre las mismas grandes preguntas: "¿De dónde vengo? ¿Por qué vivo? ¿Para qué?" Desde el punto de vista ateo, estas preguntas no tienen solución, no pueden tenerla, carecen de sentido. Su misma imperiosa insistencia nos lleva, en cierto modo, a una contradicción. Desde el punto de vista creyente, no es que estén resueltas por completo, pero al menos llegamos a una respuesta parcial y la contradicción desaparece.

El devenir humano en su conjunto y en muchas de sus manifestaciones, las mitologías, las cuestiones básicas (arquetipos) de lo que Jung llamaba el "inconsciente colectivo", ciertos momentos concretos de la historia que tuvieron lugar hace dos mil años, toman un aspecto distinto, más consistente e inteligible. Estas cosas no prueban nada, pero proporcionan indicios que nos hacen sospechar que la afirmación de la existencia de Dios no es incompatible con la realidad. Veamos unos pocos de estos indicios, entre los que podemos encontrar alguna de las pruebas que antes rechazamos:

Es incuestionable que el hombre tiene afán de inmortalidad y ansia de infinito. Si Dios no existe y la naturaleza ha puesto en nosotros este afán y esta ansia de algo que nunca podremos conseguir, somos víctimas de una inmensa estafa. Una estafa de la que nadie es responsable, puesto que la naturaleza no es una persona y no se le puede imputar responsabilidad moral, pero la discrepancia entre un impulso natural y la imposibilidad de satisfacerlo introduce en el modelo del universo una incoherencia, algo que rechina. Un ateo aducirá que el universo no tiene por qué ser coherente, pero ¿no es esto lo mismo que renunciar a la validez universal de la razón? Y en ese caso ¿no caen por su base los razonamientos que el propio ateo especulativo emplea para defender su posición? En cierto modo, utilizo aquí las ideas de C.S.Lewis mencionadas más arriba [3], pero sólo como indicio, no como argumento de la existencia de Dios.
La situación es muy distinta si suponemos que Dios existe. El afán de inmortalidad habría sido puesto en nosotros por Dios mismo, como puntero hacia una realidad sobrenatural que en esta vida no tenemos otra forma de experimentar. Con esta hipótesis no hay estafa, la incoherencia desaparece, el modelo es más perfecto, la razón humana conserva toda su validez.

Durante muchos siglos, la existencia de una ley moral natural y absoluta, que obliga a todos los hombres, no se puso en duda. En el siglo XIX comenzó a extenderse la idea contrapuesta de que la ley moral es una parte del contrato social y procede de las conveniencias del hombre o de la sociedad. Esta tendencia se agudizó durante el siglo XX y llevó a una concepción relativista de la moral, que se convierte en consecuencia de la voluntad de la mayoría o, cuando las cosas se llevan hasta el extremo, en simple objeto de preferencias personales.
Pero la ley moral forma un conjunto racional muy semejante a una construcción científica o filosófica: partiendo de unos axiomas morales, de evidencia universal, y aplicando reglas de deducción, se pueden obtener reglas imperativas de aplicación práctica inmediata. Si no admitimos ninguno de estos axiomas, la ley moral entera cae por su base, como cae la geometría euclídea cuando se niega el quinto postulado. Si mantenemos, aunque sólo sea uno de los axiomas morales, es preciso renunciar al relativismo.

En la práctica, esto es lo que ocurre. Los más ardientes defensores del relativismo acaban más pronto o más tarde aduciendo que sus teorías son mejores que la moral absoluta de otros tiempos, que es obligación nuestra renunciar a ésta, aceptar la voluntad de la mayoría, u otro argumento equivalente. No se dan cuenta de que, al decir estas cosas, están imponiendo uno o varios axiomas morales absolutos: afirmar que una moral es mejor que otra, propugnar una obligación para todos, sostener que hay que aceptar la decisión de la mayoría, es formular juicios morales. ¿A qué sistema moral pertenecen estos juicios? No a los que estamos comparando, que están precisamente en duda. El relativismo moral resulta, pues, autocontradictorio: ni siquiera sus defensores lo practican. En el fondo, al defenderlo quieren eludir el problema que se les presentaría si aceptaran la existencia de una ley moral natural y absoluta: ¿De dónde ha salido, quién la ha impuesto? Si creemos en Dios, el problema desaparece: Él es el autor de la ley moral. Para quien no cree, un universo provisto de una ley moral que nadie ha impuesto resulta una incongruencia.

Podrá parecer sorprendente, pero veo en la evolución biológica y su contingencia un indicio en pro de la existencia de Dios. Toynbee [15] observó que, sobre el movimiento aleatorio de ascenso y caída de las civilizaciones, se superpone un proceso ascendente que compara con el avance del coche como consecuencia del ascenso y caída puramente oscilante de los puntos de la rueda. Algo parecido ocurre con los seres vivos: las especies nacen, se extienden y desaparecen, sustituyéndose unas a otras. El azar desempeña en su evolución un papel importantísimo, pero sobre este movimiento aparentemente oscilante y sin meta se superpone un proceso de complicación creciente. Los seres más pequeños se unen una y otra vez para constituir entes de orden superior: varios ácidos nucleicos forman una célula procariota; varios procariotas, una célula eucariota; muchos eucariotas, una planta o un animal; muchas abejas, una colmena, que actúa casi como un ser único.
La sociedad humana lleva camino de convertirse en un ser único complejo, que incluso está empezando a desarrollar su propio sistema nervioso. ¿Dónde terminará el proceso? ¿Acaso en el punto Omega, como preveía Teilhard de Chardin [16]? Pero Teilhard no inventó el punto Omega, no hizo más que identificar el futuro de la evolución con un concepto mucho más antiguo, el Cuerpo Místico de Cristo, ideado por San Pablo hace dos mil años. Los paralelos entre los dos son asombrosos, demasiado grandes para reducirse a una pura casualidad, indicio de que el universo y todo lo que contiene son un experimento planeado, algo así (ya lo he dicho más arriba) como un algoritmo genético a gran escala.

Referencias
[1] Santa Teresa de Jesús, "Libro de la Vida", EDE, Madrid, 1987, pág. 37.
[2] Pierre Lecomte du Noüy, "El Destino Humano", 1947. Citado por Isaac Asimov en "The Planet that wasn't", Avon Books, 1977.
[3] C.S. Lewis, "Miracles", Macmillan, 1960, capítulo tercero.
[4] Raymond Lyttleton, "The Modern Universe", 1956. Arrow Books, 1960, pág. 159.
[5] Stephen Hawking, "A Brief History of Time", Bantam Books, 1988, pág. 136. Existe traducción española.
[6] Ibid., pág. 175.
[7] Albert Einstein, Contribución a "Conference on Science, Philosophy and Religion in their Relation to the Democratic Way of Life", Nueva York, 1941. "Mis ideas y Opiniones", Antoni Bosch, editor, 1981, pág. 40.
[8] Albert Einstein, New York Times Magazine, 9 Nov. 1930. Ibid., pág. 33.
[9] Michael J. Denton, "Nature's Destiny", The Free Press, 1998.
[10] Paul Davies, "La mente de Dios", McGraw-Hill Interamericana de España, 1993.
[11] Martin Rees, "Just six numbers", Basic Books, 2000.
[12] Karl Popper, "La lógica de la investigación científica", Tecnos, 1962.
[13] Albert Einstein, Contribución a "Conference on Science, Philosophy and Religion in their Relation to the Democratic Way of Life", Nueva York, 1941. "Mis ideas y Opiniones", Antoni Bosch, editor, 1981, pág. 42.
[14] Emmanuel Kant, "Crítica de la razón práctica", Libro II, Capítulo 2.
[15] Arnold J. Toynbee, "Estudio de la Historia", Alianza Editorial, 1970.
[16] Pierre Teilhard de Chardin, "Le Phenomène Humain", 1955.



http://arantxa.ii.uam.es/~alfonsec/



El cristianismo en la literatura de fantasía y ciencia-ficción

Religión y Cultura, Vol. LIV:245-246, Abr.-Sep. 2008, pp. 285-303.

Manuel Alfonseca

¿Existe una literatura cristiana? Desde cierto punto de vista, la respuesta ha de ser: sí, por supuesto. Cualquier libro escrito por un cristiano lleva (o debería llevar) la impronta de sus creencias, aunque el autor no se lo haya propuesto conscientemente. Por otro lado, una respuesta negativa a esta pregunta es igualmente plausible: las obras literarias escritas por cristianos no son, no deben ser, diferentes de las demás, han de integrarse con la literatura universal y someterse a los mismos criterios para analizar si son buenas o malas.
No existe un género de literatura cristiana, como no hay (o no debería haber) literatura femenina o literatura asociada a una raza concreta, pero sí hay (y debe haber) novela, poesía, drama escrito por cristianos.
En este artículo voy a referirme a la influencia del cristianismo sobre la producción literaria en dos géneros de novela que han alcanzado un alto grado de desarrollo y difusión durante el siglo XX: la fantasía y la ciencia-ficción.
El nombre de ciencia-ficción procede de una mala traducción del término inglés original (science fiction), que significa literalmente ficción científica, pero ciencia-ficción está demasiado arraigado para que sea posible sustituirlo.

A veces se dice que la ciencia-ficción se remonta hasta la antigüedad y se cita la Historia verdadera de Luciano de Samosata como la primera novela de este género de la literatura universal, ya que describe un viaje a la Luna. En el siglo XVII, Cyrano de Bergerac (1619-1655) escribió dos obras clásicas del mismo tipo: el Viaje a la Luna y la Historia cómica de los estados e imperios del Sol, que también se mencionan como precursoras del género, pues el viaje a nuestro satélite se realiza propulsando una barquilla por medio de cohetes, justo el método que hoy utilizamos. Sin embargo, cuando se habla de ciencia-ficción en el sentido más moderno y estricto del término, suele citarse como obra más antigua la novela Frankenstein, de Mary Shelley (1816). Otro de los grandes pioneros fue E. T. A. Hoffmann, uno de cuyos cuentos, El hombre de arena, gira alrededor de un autómata humanoide. A partir de ahí, las producciones de este género proliferaron de forma acelerada, alcanzando su máxima difusión durante el siglo XX.

Al igual que cualquier otro género literario, la ficción científica puede ser excelente, buena, mala o deleznable. A principios del siglo XX, la abundancia de ejemplos a los que se podía aplicar el último calificativo causó el descrédito de la ciencia-ficción, que quedó injustamente asociada con un nivel muy bajo, dañando a los mejores autores y a sus obras. Es curioso lo que pasa con las obras maestras del género: los editores y los críticos intentan ocultar su pertenencia al mismo, como si reconocerlo las degradase. Esto ocurre, por ejemplo, con novelas con argumentos típicos de ciencia-ficción escritas por autores reconocidos en otros géneros, como El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson; Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain; Un mundo feliz, de Aldous Huxley; Mil novecientos ochenta y cuatro, de George Orwell; La máquina de leer los pensamientos, de André Maurois; y muchas otras.

En el año 2007, la Academia Sueca concedió el premio Nóbel de literatura a la escritora británica Doris Lessing, que antes de recibirlo había sido atacada por los críticos por cultivar el género de la ciencia-ficción. Ella se defiende declarando que su obra más importante es precisamente la serie de novelas Canopus in Argos, en la que describe los esfuerzos de una sociedad avanzada por forzar el camino de la evolución en un planeta distinto del nuestro.

Como en toda obra literaria, el estilo es, o debería ser, un ingrediente fundamental para juzgar una novela de ciencia-ficción, pero el carácter especial del género añade criterios adicionales. Por muy buena que sea su construcción, una novela de ciencia-ficción no podrá ser excelente si introduce o utiliza elementos científicos mal explicados, absurdos o carentes de sentido.

La novela Caballo de Troya, de J. J. Benítez, ofrece un ejemplo de utilización incorrecta de la ciencia, que resalta más porque el autor emplea un truco antiquísimo, utilizado desde hace milenios en la literatura universal para aumentar la verosimilitud de una obra de ficción a los ojos del lector y rebajar su nivel de incredulidad: añadir a la novela un prólogo que afirma que todo lo que se cuenta en ella ha ocurrido en realidad [1]. No es tan frecuente que algún lector sea tan ingenuo como para morder el anzuelo, como parece haber sucedido en este caso, pues más de uno se lo ha creído.
Se supone que el narrador de Caballo de Troya ha viajado hacia atrás en el tiempo, desde nuestra época hasta la de Cristo. Entre los artilugios modernos de que dispone, el narrador menciona unas gafas de rayos X con las que observa los huesos de Cristo crucificado. Veamos si dichas gafas son posibles en el estado actual de la tecnología. Para ver los huesos de una persona que tenemos delante, hay dos alternativas: o bien los rayos X atraviesan su cuerpo desde atrás, o el generador está delante, pero entonces hay que desviar los rayos para que regresen a los ojos del observador. En ambos casos se requerirían dispositivos complejos que el autor no menciona, probablemente porque ignora su necesidad, ya que su idea de esas gafas podría derivar simplemente de la visión de rayos X de Superman, un artificio de tebeo sin pretensiones científicas.

A veces se identifica la literatura de ciencia-ficción con la novela futurista. Esto no es correcto, pues hay literatura futurista que no tiene nada que ver con la ciencia, como algunas utopías o novelas de ficción política [2]. Por otro lado, hay novelas de ciencia-ficción cuyos argumentos se desenvuelven en el presente o en el pasado. Entre las primeras, podemos citar El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, Frankenstein, gran parte de la ciencia-ficción de Jules Verne o mi novela Tras el último dinosaurio. Entre las que tienen lugar en el pasado, Un yanqui en la corte del rey Arturo, Caballo de Troya, o mi novela Más allá del agujero negro, entre otras muchas.

Cuando el argumento se refiere a un futuro más o menos remoto, se podría pensar que el autor de una obra de ciencia-ficción tendrá libertad para inventar una ciencia que aún no existe. Esto no es verdad. Una novela en la que desempeñase un papel esencial la solución futura del problema de la cuadratura del círculo con regla y compás, sería una mala obra de ficción científica, porque se sabe que dicho problema no tiene solución. Una novela así no demostraría la imaginación del autor, sino su ignorancia.
Incluso aunque la base científica sea correcta, un libro puede resultar poco satisfactorio si los personajes se comportan de forma estúpida, sin que el autor proporcione una explicación adecuada. En The terminal man, de Michael Crichton, se implanta a un epiléptico un electrodo en el cerebro, conectado a un ordenador, para detectar la proximidad del próximo ataque e inhibirlo antes de que se desencadene. Esta idea surgió inicialmente en medios científicos serios. Sin embargo, los médicos encargados de instalar el implante deciden conectar la señal generada por el ordenador al centro de placer del paciente, en lugar de hacerlo al del dolor, como sería lógico, si se quiere producir una inhibición y no un refuerzo. Los resultados son predecibles: el paciente queda en estado de ataque permanente y se convierte en un asesino psicópata. La ciencia es correcta, pero el error cometido por los médicos no tiene explicación.

El límite inalcanzable de la velocidad de la luz para el movimiento de los objetos materiales, comprobado por la física del siglo XX, se ha convertido en un impedimento serio para la novela de ciencia-ficción, pues dificulta los viajes a las estrellas. Para construir argumentos, a veces se acude a la contracción temporal asociada a la teoría especial de la relatividad, o se postulan descubrimientos futuros, como el hiperespacio (dimensiones adicionales), el universo de los taquiones (partículas hipotéticas de masa imaginaria que viajarían siempre a velocidades superiores a la de la luz), o la utilización de agujeros negros para trasladarse a grandes distancias en el espacio o incluso en el tiempo. Estos artificios son válidos, porque se apoyan en ideas científicas que, aunque no han sido confirmadas, no se oponen a los principios básicos de la ciencia.

A veces puede parecer, a primera vista, que la base científica de una novela es errónea, pero al profundizar se descubre que en realidad estaba bien construida. Algo así pasa con la trilogía del Ciclo de las Tierras, de Jordi Sierra i Fabra. En el segundo libro, las naves que viajan a la Tierra llegan a ésta en tiempos impredecibles: a veces pasan años, a veces siglos, a veces milenios; todas ellas, sin embargo, regresan a su punto de origen unos pocos años después de haber partido. Al leerlo, pensé que el autor no había entendido las teorías de la contracción temporal de Einstein, pero al llegar al tercer libro el enigma quedó explicado, cuando se aclara que los viajes se realizan a través de un agujero negro. La teoría que aplica el autor no está comprobada, pero no contradice los elementos básicos de la ciencia. Se trata, por tanto, de un ejemplo de buena ficción científica.

El criterio más seguro, el que corona a Jules Verne como rey de la ciencia-ficción, es la habilidad para predecir los desarrollos futuros de la ciencia. Obras como Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna o París en el siglo XX son inigualables por su asombrosa precisión.
En 1974, Isaac Asimov formuló las tres leyes de la futúrica [3], las reglas que, según él, debería aplicar todo buen escritor de ciencia-ficción:
1. La historia se repite. Lo que ha ocurrido una vez, volverá a ocurrir. Para mejorar las predicciones, hay que basarse en la Historia.
2. Si se te ocurre algo obvio, úsalo. Pocos se darán cuenta de que lo era.
3. Es más importante predecir acertadamente las consecuencias de los avances científicos futuros que los avances mismo. No es mejor predecir el automóvil, sino el problema del aparcamiento; no la bomba atómica, sino el equilibrio nuclear.
Aplicando la tercera ley de Asimov antes de que la formulase en su cuento Solución insatisfactoria, Robert Heinlein predijo en 1941 el proyecto Manhattan, la bomba atómica, su utilización para poner fin a la segunda guerra mundial y el equilibrio nuclear subsiguiente entre las grandes potencias. No está mal, como ejemplo de lo que puede conseguir una ciencia-ficción bien construida.

La literatura de fantasía es un género distinto, que también tiene una larga historia, pues hunde sus raíces en la literatura de transmisión oral y se remonta prácticamente al origen del hombre. La distinción entre fantasía e imaginación, muy clara durante la edad media [4], se ha difuminado en nuestro tiempo. A ambas se las consideraba facultades interiores del alma sensitiva, pero mientras la imaginación se refiere a la capacidad de pensar en algo cuando ese algo no se percibe por los sentidos, la fantasía añade la habilidad de unir y separar, de combinar las imágenes de las cosas conocidas para formar algo nuevo. La literatura fantástica, por tanto, engloba todas aquellas obras en las que el autor combina los elementos de su visión del mundo real para crear mundos nuevos, diferentes del nuestro.

Con esa definición, es obvio que una novela de ciencia-ficción suele ser, al mismo tiempo, una obra de fantasía. Ambos géneros se asocian a menudo. Una revista norteamericana, famosa durante el siglo XX, los une en su nombre: The magazine of fantasy and science fiction. Lo contrario, en cambio, no es cierto: hay muchas novelas de fantasía en las que no interviene la ciencia, o si lo hace, es una ciencia diferente de la nuestra, como ocurre en la serie de Harry Potter, donde el papel de la ciencia lo desempeña una magia tecnificada y reducida a reglas, susceptible de ser aprendida en el colegio.

Después de esta introducción, entramos por fin en el tema sugerido por el título de este artículo: la influencia del cristianismo sobre la literatura de fantasía y de ciencia-ficción. Hay que hacer notar que no es preciso que una obra literaria exponga explícitamente el mensaje cristiano para que pueda considerarse cristiana. Basta que el espíritu de su argumento se adapte al mensaje cristiano o esté influido por él. Viene a cuento aquí una cita del escritor inglés C. S. Lewis en una de sus obras apologéticas [5]: Creo en el cristianismo como creo que ha salido el sol, no sólo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.

En relación con el cristianismo, las obras de fantasía y ciencia-ficción se pueden dividir en varios grupos:
• Las que ignoran por completo toda referencia a la religión o plantean explícitamente su desaparición futura, como si esta forma del comportamiento humano hubiese quedado desfasada y no tuviese porvenir. Los autores de las obras pertenecientes a este grupo suelen ser ateos. Algunos [6,7] están dispuestos a aceptar un Dios que no se sitúe al principio del universo, sino al final, que aparezca como resultado y producto de la evolución, de ese progreso indefinido que se ha convertido en el mito más importante de nuestra época [8]. Otros admiten la persistencia futura de la religión, pero no del cristianismo, que para ellos es una más entre las religiones de la Tierra, susceptible de desaparecer. Por ejemplo, el recientemente desaparecido Arthur C. Clarke (1917-2008) nunca ha ocultado sus simpatías por el budismo.
• Las que atacan abiertamente el cristianismo, que el autor considera nocivo para la humanidad. Citaré únicamente la trilogía de Sus materiales oscuros, de Philip Pullman, cuyo primer volumen [9] ha sido recientemente adaptado al cine. El autor declara que su objetivo al escribir la trilogía fue construir una antítesis del Paraíso perdido de Milton en la que el diablo desempeñase el papel del héroe y Dios el del villano.
• Las que hacen referencia explícita al cristianismo, pero lo desvirtúan de una u otra manera. Valga como ejemplo Caballo de Troya, antes citada, que intenta explicar los acontecimientos fundamentales de la vida de Cristo en función de una supuesta intervención en la Tierra de inteligencias extraterrestres, que habrían utilizado su conocimiento superior de la ciencia para realizar hechos aparentemente extraordinarios que así perderían toda connotación milagrosa.
• Las que mantienen la vigencia del cristianismo en una forma reconocible, no necesariamente idéntica a la actual. El resto del artículo se dedica a este tipo de obras.

A veces, el autor de una novela en cuyo argumento interviene el cristianismo puede ser agnóstico o incluso ateo, en cuyo caso es probable que la fe del personaje aparezca a una luz negativa y tenga sobre él efectos retrógrados o represivos. Citaré como ejemplo la excelente novela de Poul Anderson Orbita ilimitada [10], formada por cuatro partes casi independientes, cada una de las cuales enfrenta a sus protagonistas con dilemas éticos tremendos. Uno de ellos, Joshua Coffin, astronauta reconvertido en colono, es un protestante puritano que cree en un Dios implacable y vive sin gozar de la vida, hasta que la desaparición de su hijo adoptivo le ayuda a resolver sus problemas psicológicos y le permite alcanzar cierto grado de aceptación de sí mismo.

El autor por excelencia de la fantasía y la ciencia-ficción cristiana es C. S. Lewis (1898-1963), famoso también por sus muchas publicaciones apologéticas y de crítica literaria, alguna de las cuales ya ha sido citada en este artículo. En el campo de la fantasía, es autor de las crónicas de Narnia, que describen cómo podría haber tenido lugar la redención en un mundo diferente, al que se ven trasplantados misteriosamente algunos jóvenes de nuestro mundo y de nuestra época. En esta serie de siete novelas, Cristo está representado por el león Aslan. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el autor no intenta construir una alegoría en la que cada elemento del argumento represente de forma más o menos simbólica algo equivalente del mundo real, sino más bien un paralelo que admite la introducción de diferencias importantes, a conveniencia de las necesidades de la creación literaria. Así, por ejemplo, Aslan no da la vida para salvar a todos los habitantes del mundo de Narnia, sino por uno solo de los niños procedentes del nuestro, que ha traicionado a sus hermanos y se ha hecho acreedor por ello a la pena de muerte.
En realidad, sólo la primera y la última de las crónicas de Narnia expresan explícitamente el mensaje cristiano. Las restantes, que también presentan situaciones y dilemas éticos inspirados por el cristianismo, los enfocan con mucha más libertad. La tercera, por ejemplo, es el típico relato de un viaje por mar inspirado en la Odisea. Utilizando los recursos técnicos actuales, que permiten mezclar sin fisuras la actuación de actores humanos con la animación, toda la serie va a ser adaptada al cine (ya están hechas las dos primeras películas).
Además de las crónicas de Narnia, Lewis escribió tres novelas de ciencia-ficción (más un fragmento que se publicó después de su muerte), conocidas en conjunto como la trilogía de Ransom [11]. En la primera, el protagonista encuentra en el planeta Marte varias especies de seres extraterrestres inteligentes que no están afectadas por el pecado original, pues en opinión del autor éste sería un fenómeno exclusivamente terrestre. En la segunda, Ransom se traslada a Venus, donde se está escenificando de nuevo la historia de Adán y Eva, pues los primeros padres de una nueva especie inteligente van a ser sometidos a la tentación. La tercera novela de la trilogía, que tiene lugar en la Tierra, enfrenta a Ransom con el peligro de una dictadura científica, en la línea de Un mundo feliz, y presenta en forma novelada la preocupación por el futuro de la humanidad que el autor ya había expresado en uno de sus libros apologéticos [12].

La idea de que algunos seres extraterrestres podrían estar exentos del pecado original, que informa las dos primeras partes de la trilogía de Lewis, ha sido aplicada por algún otro autor. Aun cuando yo pienso que el pecado original debe haber sido un suceso con amplitud cósmica, también hice uso de la idea mencionada en una de mis novelas [13], que como la de Lewis se desenvuelve en el planeta Marte. Ray Bradbury, uno de los más famosos escritores norteamericanos del siglo XX, que además de fantasía y ciencia-ficción escribió poesía, novela policíaca y hasta guiones de cine (como el de Moby Dick, en colaboración con John Huston), considera esa posibilidad en sus Crónicas marcianas [14]. En uno de los cuentos independientes que componen esta obra, Los globos de fuego, una comunidad de padres episcopalianos es enviada a Marte para predicar el Evangelio a los marcianos, pero descubren que éstos ya conocen a Dios y no necesitan ayuda. Uno de los frailes dice:
Tal como lo veo, la Verdad existe en todos los planetas... Algún día se combinarán como las piezas de un rompecabezas... Iremos a otros mundos, añadiendo partes a la Verdad, hasta que un día el Total aparezca ante nosotros como la luz de un nuevo día.
Los marcianos de Bradbury no estaban en principio exentos del pecado, pero en el curso de su evolución se han librado del cuerpo y de sus influencias concupiscentes. Esta es la obra de Bradbury que contiene más elementos religiosos explícitos.

En otra novela muy famosa, Fahrenheit 451 (1951), adaptada al cine por Fran‡ois Truffaut, la religión no parece influir en el comportamiento de la sociedad futura que describe, lo que no es extraño, porque todos se pasan la vida pendientes de la televisión y no leen otra cosa que revistas cómicas. En esa sociedad, los libros son peligrosos y deben ser destruidos por los bomberos del futuro, ya que todo libro puede siempre ofender a alguna minoría. Con ello, Bradbury predijo con éxito y con varias décadas de anticipación la tiranía y la censura asfixiante de la corrección política, que afecta con intensidad creciente a nuestra sociedad.
Al final de la novela, el protagonista escapa y descubre que hay otros como él que aman los libros, viven en el exilio y tratan de conservar en su memoria, para las generaciones futuras, los tesoros proscritos. Cuando le preguntan qué obras desea consagrarse a memorizar, menciona dos de los libros de la Biblia: el Eclesiastés y una parte del Apocalipsis.

Cordwainer Smith es el seudónimo del diplomático norteamericano Paul Myron Anthony Linebarger (1913-1966). Es muy conocido en el mundo de la literatura de ciencia-ficción por el ciclo The instrumentality of mankind, formado por 27 historias cortas [15] y una novela (Norstrilia[16]). Sus historias tienen lugar en un futuro muy remoto: después de varios milenios de edad oscura, la humanidad ha conseguido recobrarse de una catástrofe universal (una guerra atómica o algo peor) y formar una civilización galáctica.
Aunque sus primeras producciones no contienen referencias a la religión, pues Linebarger era sólo nominalmente cristiano, hacia 1960 se convirtió en un episcopaliano devoto. Sus últimas producciones apuntan síntomas de que el cristianismo está a punto de resucitar en su civilización galáctica. Sus fieles, que tienen que ocultar su fe, se comunican por medio de símbolos como el pez y la cruz. A pesar del estilo más bien críptico del autor, en alguna de sus obras esta línea argumental desempeña un papel importante, como Norstrilia y en los cuentos que se publicaron en forma de libro bajo el título Quest of the three worlds, que también están incluidos en la recopilación antes mencionada.
Otro de los temas básicos en las obras de Cordwainer Smith, que se entrelaza con el redescubrimiento del cristianismo, es el problema moral que surgiría si el hombre fuese capaz de manipular genéticamente a los animales hasta dotarlos de inteligencia similar a la nuestra. En su civilización galáctica, esto ha ocurrido. Durante milenios, los animales humanizados, la infragente, son tratados como esclavos y tienen que luchar por sus derechos y contra la discriminación:
...Era contra la ley que los animales, aunque se tratase de infragente, fuesen a un hospital humano. Cuando la infragente se ponía enferma, la Instrumentalidad se ocupaba de ellos - en mataderos. Era más fácil engendrar nueva infragente para los trabajos, que reparar a los enfermos. Además, los cuidados tiernos de un hospital podían darles ideas. Como la idea de que también ellos eran gente. [17].

No es extraño que sea precisamente entre la infragente donde comienza a revivir el cristianismo.
El escritor católico Walter M. Miller Jr. (1923-1996) también abordó este tema. Sólo cultivó la ciencia-ficción durante la década de 1950, por lo que su producción es pequeña: se reduce a varias historias cortas y una única novela. Uno de sus cuentos, Condicionalmente humano, plantea precisamente el problema del trato por el hombre de los animales inteligentes (en este caso, un chimpancé).
Un problema moral semejante se plantearía si llegase a ser posible la inteligencia artificial. La cuestión de la extensión de los derechos humanos a los robots es uno de los temas clásicos de la ciencia-ficción, planteado por igual por autores ateos, agnósticos y creyentes [18]. En una de mis obras [19] he ampliado el alcance del problema, extendiéndolo también a posibles seres inteligentes del futuro, que sólo existirían dentro de un programa de ordenador, en el que habrían surgido como consecuencia de experimentos de vida artificial, una de las ramas de la informática.
Esta novela plantea un paralelo a cuatro niveles entre la creatividad humana y el universo en que vivimos. En el nivel más bajo (el primer escalón de la escala) están los personajes que forman parte del programa de vida artificial, que simula procesos históricos parecidos a los nuestros. El segundo escalón está ocupado por los programadores y técnicos que han creado el programa de vida artificial (y por tanto a los personajes del primer escalón), que se plantean si debe concederse a éstos los derechos humanos. En un momento de la discusión, surge la posibilidad de que ellos tampoco existan en el mundo real, pues podrían ser (como son, en realidad) los personajes de una novela escrita por un autor humano (yo mismo). Esto introduce el tercer escalón, que no es otra cosa que nuestro universo. Finalmente, el cuarto escalón corresponde a Dios, creador del universo, como yo soy el creador de mi novela y de los dos primeros escalones.

Tres párrafos más atrás he mencionado que Walter M. Miller Jr. escribió una única novela: Un cántico a San Leibowitz, una de las obras maestras de la ciencia-ficción de todos los tiempos. Su argumento aborda desde el punto de vista católico uno de los temas típicos del género: la recuperación de la humanidad después de una guerra atómica. En un mundo destrozado, cuyos supervivientes abominan de la ciencia y del conocimiento y destruyen los libros (en la línea de Fahrenheit 451, pero por otro motivo), un antiguo científico, Leibowitz, funda una nueva orden religiosa cuyo objetivo es impedir el colapso total y preparar la recuperación futura, a base de copiar unos libros que ya nadie entiende. Se repite así el papel de depósito del conocimiento que ya desempeñaron las órdenes religiosas después de la caída del imperio romano de occidente.
La novela se divide en tres partes: Fiat homo, que sigue las andanzas de un monje de la orden de Leibowitz en plena edad oscura; Fiat lux, que tiene lugar algunos siglos después, cuando hay indicios de que está a punto de producirse un nuevo renacimiento; y Fiat voluntas tua, que cierra el ciclo con una humanidad que ha recuperado un nivel tecnológico igual o mayor que el nuestro, pero que vuelve a tropezar en la misma piedra y se destruye de nuevo en una segunda guerra atómica. Esta vez, sin embargo, la humanidad ha conseguido trasplantarse a otros sistemas planetarios, lo que ofrece alguna esperanza. Una de las últimas escenas de la novela describe la partida de una nave espacial que lleva a las colonias estelares a los últimos miembros de la orden de Leibowitz, junto con tres obispos, que garantizarán la sucesión apostólica.

El posible contacto del hombre con seres extraterrestres inteligentes plantearía problemas morales parecidos a los de la inteligencia artificial o la manipulación genética de los animales, como daba a entender la película de ciencia-ficción de Steven Spielberg, E. T. La escritora Zenna Henderson (1917-1983) centra en esto su ciclo más conocido, una serie de diecisiete historias cortas [20] sobre la gente (the people), unos extraterrestres que habrían llegado a la Tierra huyendo de la destrucción de su mundo y aquí se ven perseguidos porque son diferentes (pueden volar y tienen poderes telepáticos). La persecución recuerda las famosas cazas de brujas de los siglos XVII y XVIII, y nos avisa de que estas cosas también pueden suceder en nuestro tiempo, como quiso decir C. S. Lewis en su famosa cita: No es un avance moral que no ejecutemos [a las brujas] si es porque no creemos en ellas [21].

Los extraterrestres de Zenna Henderson creen en Dios y se identifican con el mensaje cristiano. La autora fue miembro de la iglesia de los santos de los últimos días (los mormones), aunque a lo largo de su vida parece haber perdido contacto con ellos y haber pasado a una iglesia de línea más carismática.
También se centra en estos problemas la serie de novelas de Orson Scott Card alrededor del personaje de Ender [22], un niño en el que los gobernantes de la Tierra detectan las características de un genio militar y lo educan para que se convierta en el conductor del ataque contra una civilización extraterrestre que se ha enfrentado a la nuestra. El resultado de la guerra es el exterminio de dicha civilización, pero Ender, que al principio es vitoreado como salvador, se convierte con el tiempo en el xenocida y pasa el resto de su vida tratando de remediar el daño que ha hecho. En la cuarta novela de la serie, la humanidad se enfrenta de nuevo con la posibilidad de cometer un nuevo xenocidio, y es un Ender ya adulto quien ahora salva a las dos civilizaciones extraterrestres amenazadas y a una forma de inteligencia artificial que ha surgido espontáneamente sobre las redes de comunicaciones interestelares de la Tierra.

Orson Scott Card pertenece a la iglesia de los mormones, de la que es miembro activo, aunque se doctoró en la universidad católica de Notre Dame. Su historial religioso se transparenta en sus obras: Ender es hijo del matrimonio mixto entre un padre católico y una madre mormona. En la última novela de la serie, ingresa como lego en un monasterio católico en un planeta lejano. Además de la serie de Ender y otras novelas independientes, Card ha escrito también una serie de fantasía alrededor del personaje Alvin Maker, que hasta el momento consta de seis novelas.

Lois McMaster Bujold es otra autora reciente que aborda temas morales importantes en sus libros de fantasía y ciencia-ficción. Su famosa serie de Vorkosigan, perteneciente a este último género, puede considerarse desde el principio y en general como un alegato contra el aborto. Durante su embarazo, la madre de Miles Vorkosigan es víctima de un atentado con gases venenosos del que escapa ilesa, pero el feto queda afectado. A pesar de todas las presiones que recibe (especialmente de su suegro) para que ponga fin a su vida, ella se empeña en que nazca el niño, que se convierte en un joven deforme y enano, con huesos quebradizos pero con una inteligencia excepcional, que le lleva a los diecisiete años a convertirse en almirante de una flota espacial, a participar en batallas y aventuras sin cuento, y a ser nombrado a los treinta años consejero y auditor del emperador de su planeta, y a casarse con una mujer excepcional. Miles, por supuesto, lucha activamente contra el aborto y el infanticidio [23].
McMaster Bujold ha contribuido también al campo de la fantasía con la serie de novelas de Chalion, la primera de las cuales [24] es una de las mejores de los últimos años en este género. Pertenece a esa rara categoría, que también incluye a El Señor de los Anillos de Tolkien, Perelandra de C. S. Lewis, Un cántico a San Leibowitz de Miller u Orbita ilimitada de Anderson, que combina una interesante trama de aventuras con importantes dilemas éticos y cuestiones profundas sobre la naturaleza del hombre y de Dios. En esta novela, tan hábilmente diseñada como la saga de Vorkosigan, la autora ha llevado más lejos que nadie los límites de la subcreación tal como la definió Tolkien [25], y nos presenta un universo imaginario con un Dios propio, que en vez de tres personas tiene cinco. Sin embargo, bajo las diferencias superficiales, este Dios no es irreconocible.
Cazaril [26], el héroe, es claramente una figura de Cristo: su muerte se convierte en una rasgadura entre los mundos material y espiritual, a través de la cual una de las personas divinas entra en el primero para levantar la maldición de Chalion, una especie de pecado original. Además, de algún modo, Cazaril resucita. El paralelo no interfiere con las líneas lógicas del argumento, sino que está sólidamente integrado con ellas, o quizá se podría decir que es el argumento el que integra el mensaje y lo hace tomar una forma apropiada para el mundo descrito por la autora, que así exhibe su maestría literaria. El libro está trufado de perlas que vale la pena recordar, de las que citaré unas pocas:
[Dios] no concede los milagros para que se cumplan nuestros propósitos, sino los suyos.
Empezó a sospechar que la oración... consiste en poner un pie delante del otro. Seguir moviéndose a pesar de todo.
Los hombres pueden elegir: quizá no, si se puede resistir, pero siempre, cómo se puede resistir.
Si [Dios] está de nuestra parte... ¿podemos fracasar?... Sí... y si fracasamos, [Dios] fracasa también.
Al Dios (o los dioses) de La maldición de Chalion se le puede achacar ser un creador impotente, que para conseguir sus objetivos depende exclusivamente de los seres humanos. Nosotros pensamos que Dios puede interaccionar de otras formas con el universo para llevar a efecto su providencia, aunque a la vista de muchas cosas que ocurren en el mundo parece como si hubiese decidido abstenerse de actuar directamente cuando tiene la posibilidad de hacerlo a través nuestro, incluso aunque nosotros podamos fallarle.

He mencionado El Señor de los Anillos, que para pasmo de muchos críticos ha sido elegida en varias votaciones realizadas en el mundo anglosajón como la obra literaria más importante del siglo XX, cuya reciente adaptación al cine en la trilogía dirigida por Peter Jackson también ha roto moldes en la tecnología fílmica. Su autor, J. R. R. Tolkien, era católico practicante y miembro del grupo de escritores y amigos de Oxford conocido como los inklings, al que también pertenecían C. S. Lewis y Charles Williams. Por ello se ha querido ver en su obra una alegoría del mensaje cristiano, cosa que él siempre negó, aunque es evidente que existen muchos paralelos más o menos conscientes. La obra describe la eterna lucha entre el bien y el mal, representado por Sauron, que como Señor de los Anillos da nombre a la novela, aunque nunca aparece explícitamente en ella como un personaje más (un gran acierto de Tolkien). Gandalf, uno de los protagonistas, da la vida por salvar a sus amigos para resucitar más tarde, pero no representa directamente a Cristo, como sí lo hace Aslan en las crónicas de Narnia, pues no se trata de Dios hecho hombre, sino de un ser de menor rango del mundo espiritual, podríamos decir angélico.
Además de ésta, su obra maestra, Tolkien intentó construir en El Silmarilion una nueva mitología, claramente influida también por el cristianismo, que dejó inconclusa y se publicó después de su muerte.

Terminaremos este repaso necesariamente incompleto de las influencias del cristianismo en la literatura de fantasía con una mirada a la serie de Harry Potter, de la escritora británica J. K. Rowling, que se ha convertido en el fenómeno editorial más espectacular de las postrimerías del siglo XX y los principios del XXI. En las entrevistas que ha concedido, la autora no oculta su cristianismo y reconoce las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis como su principal influencia. De hecho, leyendo sus libros, las referencias cristianas saltan a la vista, si se sabe buscarlas. Veamos algunas:
• En el segundo libro de la serie [27], Harry se enfrenta a su archienemigo Voldemort en la cámara secreta, escondida en las profundidades de la Tierra, debajo del castillo de Hogwarts, para salvar a Ginny Weasley, raptada por el basilisco. En su lucha contra el monstruo, cuando parece haber sido vencido, Harry recibe la ayuda inesperada del ave fénix, que le ha sido enviada por Dumbledore, benévolo director de la escuela.
No es difícil establecer un paralelo bastante detallado entre la historia que cuenta Rowling y el mensaje cristiano. La cámara secreta es el mundo; el basilisco, el pecado; Voldemort, el diablo; el rapto de Ginny Weasley es el pecado original; Harry representa a la humanidad. En su lucha contra el mal, el hombre sólo puede vencer con la ayuda de Cristo, enviado por Dios Padre para salvarle. El paralelo tiene que ser consciente. Durante la edad media, la mítica ave fénix era considerada un símbolo de Cristo, pues se decía que cada cierto tiempo se inmolaba voluntariamente arrojándose al fuego, para luego renacer de sus propias cenizas. Rowling demuestra en sus libros un dominio tan grande de la cultura medieval, que no es posible que se le haya escapado esta relación.
• En el séptimo libro [28], en el cementerio de Godric's Hollow, Harry visita la tumba de sus padres y la de la familia de Dumbledore. En cada una de ellas hay una inscripción: Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mat. 6:21), y El último enemigo vencido será la muerte (I Cor. 15:26). Las dos tienen una relación muy estrecha con el argumento de la novela, pero ante la ignorancia religiosa que reina en nuestra sociedad, temo que muy pocos lectores se habrán dado cuenta de que ambas son citas del Nuevo Testamento.
• El enfrentamiento final entre Harry y Voldemort en el séptimo libro vuelve a ser una descripción explícita y clarísima del mensaje cristiano. En los últimos capítulos, Harry se entrega inerme a su enemigo, ofreciendo su vida para salvar a sus amigos. Entonces muere, desciende a los infiernos (la estación de King's Cross, donde se encuentra con Dumbledore y tiene una visión del estado espiritual futuro de Voldemort), y resucita. Sólo entonces, después de su sacrificio, es capaz de vencer a su enemigo en un encuentro directo. En este caso, al revés que en el segundo libro, es el propio Harry quien desempeña el papel de Cristo.
Como en el caso de El Señor de los Anillos o las Crónicas de Narnia, tampoco la serie de Harry Potter es una alegoría. Buscar significado a cada uno de sus elementos sería buscarle tres pies al gato.

La lista de autores mencionados en los párrafos anteriores resulta impresionante y muestra que la influencia del cristianismo sobre los dos géneros objeto de nuestra atención, lejos de ser trivial o de disminuir con el tiempo, es importante y se mantiene. Entre los autores cristianos de fantasía y ciencia-ficción, muchos de los cuales no han sido mencionados aquí, se cuentan algunos de los más importantes de la literatura contemporánea, así como autores de best-sellers y otros menos conocidos o difundidos. En conjunto forman, como debe ser, una muestra coherente y significativa de nuestra sociedad.


Referencias
[1] Edgar Rice Burroughs, que además de la serie sobre Tarzán de los Monos escribió también novelas de ciencia-ficción, utiliza a menudo este artificio.
[2] William Morris, News from nowhere, 1890.
[3] Isaac Asimov, Of matters great and small, 1975.
[4] C. S. Lewis, The discarded image, Cambridge University Press, 1964.
[5] C. S. Lewis, Is theology poetry?, 1944, contenida en la colección The weight of glory.
[6] Isaac Asimov, The last question, 1956, historia breve actualmente incluida en varias antologías.
[7] Frank Herbert y Bill Ransom, The Jesus incident, 1979, donde el dios engendrado por los seres humanos es una inteligencia artificial (Ship). Los títulos de esta novela y de sus dos continuaciones, The Lazarus effect y The Ascension factor, denotan claras connotaciones religiosas.
[8] Manuel Alfonseca, El mito del progreso en la evolución de la ciencia, publicado en Encuentros Multidisciplinares, Ene.-Abr. 1999, y en Mundo Científico, May. 1999, con el título ¿Progresa indefinidamente la Ciencia?, disponible en formato electrónico en http://www.ii.uam.es/~alfonsec/docs/fin.htm.
[9] Philip Pullman, Northern lights, (The golden compass en U.S.A.), 1995.
[10] Poul Anderson, Orbit unlimited, 1961.
[11] C. S. Lewis, Out of the silent planet, 1938; Perelandra, 1943; That hideous strength, 1945.
[12] C. S. Lewis, The abolition of man, 1943.
[13] Manuel Alfonseca, Bajo un cielo anaranjado, S.M., 1993, disponible en formato electrónico en http://www.ii.uam.es/~alfonsec/books.htm.
[14] Ray Bradbury, The martian chronicles, 1951.
[15] Cordwainer Smith, The rediscovery of man, The NESFA Press, Framigan, 1993.
[16] Norstrilia fue publicada durante los años sesenta, primero en dos entregas en revistas del ramo, después como dos libros independientes. No apareció como novela completa, con ese título, hasta más de una década después de la muerte del autor y se convirtió rápidamente en un clásico de la ciencia-ficción.
[17] Cordwainer Smith, The dead lady of Clown Town, incluida en la colección referenciada en la nota anterior.
[18] Isaac Asimov, The bicentennial man, 1976.
[19] Manuel Alfonseca, La escala de Jacob, S.M., 2001, disponible en formato electrónico en http://www.ii.uam.es/~alfonsec/books.htm.
[20] Zenna Henderson, Ingathering: The complete People stories, 1995.
[21] C. S. Lewis, Mere Christianity, 1952.
[22] Orson Scott Card, Ender's game, 1985; Speaker for the dead, 1986; Xenocide, 1991; Children of the mind, 1996; junto con otras cinco novelas relacionadas más lateralmente, la última de las cuales se publicó en 2007.
[23] Lois McMaster Bujold, Mountains of mourning, 1988.
[24] Lois McMaster Bujold, The curse of Chalion, 2001.
[25] J. R. R. Tolkien, On fairie stories, 1938.
[26] Kazarios, en griego, significa puro, limpio. El nombre es adecuado al personaje.
[27] J. K. Rowling, Harry Potter and the chamber of secrets, 1998.
[28] J. K. Rowling, Harry Potter and the deathly hallows, 2007.


http://arantxa.ii.uam.es/~alfonsec/
 
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